Postal desde Suiza

Escrito por el 6 febrero, 2012 § 1 comment

Soy parte integrante de una postal. Me explico: justo enfrente se alza una bonita casa de madera con los alféizares repletos de flores y sus aleros labrados como en los cuentos infantiles. A un lado, la vaca de Milka pasta plácidamente sobre un verde prado rasurado con esmero. Al fondo se elevan rotundas cimas cubiertas de bosques. Y por detrás, una locomotora anuncia la próxima parada con un fino pitido, mientras atraviesa un paisaje como de tren de juguete.

Estoy en el valle del Ródano, donde disfruto de una soleada tarde de julio. El próximo destino es Montreux y su bullicioso festival de jazz, perfecto colofón a una semana veraniega muy saludable; hasta me he planteado dejar de fumar. Aunque la empatía que he establecido con el entorno natural y la montaña tiene trampa, porque hollar aquí cualquier cumbre está tirado: los suizos han domesticado de tal forma los Alpes que no hay ascensión que no cuente con su respectivo telesilla.

Su celo por el rigor, la planificación y todas esas cosas que tanto nos cuestan al sur de los Pirineos me deja maravillado. Ayer debía visitar el glaciar Aletsch con un grupo de fotógrafos, pero como llovió, la excursión fue cancelada –el tiempo es lo único que no pueden dominar, y eso les humaniza porque les obsesiona–. Pues bien, el representante de la oficina de turismo que nos acompañaba hizo un par de llamadas y pusieron un telesilla a nuestro servicio, a las cinco de la madrugada del día siguiente (se dice pronto). Dado que partimos por la tarde con dirección al lago Ginebra, sólo disponíamos de ese momento para llegar hasta allí.

Una joven de mofletes sonrosados –¿Heidi?– nos recogió en el hotel de madrugada para depositarnos en media hora en un collado desde el que se divisa en prácticamente toda su extensión los 23 kilómetros de longitud del Aletsch. El glaciar más extenso de la Europa continental aún se hallaba en la penumbra, cubierto por un vaho de neblina. Soplaba un viento gélido y las nubes amenazaban con aguarnos de nuevo los planes. No obstante, aquel panorama netamente centroeuropeo y romántico –tan sólo faltaba que sonara la música de Wagner–, justificaba el madrugón.

Finalmente, el sol se impuso. El Jungfrau y el Eiger, míticas cumbres a cuyos píes el Aletsch nace, despuntaron naranjas y los rayos barrieron la pared alpina hasta alumbrar el hielo. ¿Exagero si afirmo que el vello se me erizó? Quizá, pero faltó muy poco. No en vano, la Unesco inscribió el año pasado al glaciar en la lista del Patrimonio de la Humanidad. Con una anchura que llega a alcanzar los dos kilómetros, su serpenteo tenaz por el valle hasta verter las aguas sobre el Ródano constituye una brecha inverosímil en la geografía. Y al alba se distingue con nitidez su apabullante carácter y estriada textura.

Suiza se inventó para gozo de los amantes del aire libre. Como la mayoría de los jóvenes del país, el gerente del hotel es un sano mocetón que en verano escala y se tira en parapente y, cuando la nieve cubre el cantón, lo recorre sin repetir pistas, pues va saltando de una estación a otra. Y no es un privilegio exclusivo de la gente de Les Valais. Un vecino de Zurich o Berna puede, si le da la gana, salir de casa con el traje de esquiar puesto, tomar un tren cualquiera –provisto como todos para transportar el equipo– y deslizarse sobre la nieve en un santiamén. Asimismo, disfruta de un excelente salario, cuenta con una generosa cobertura del estado y su pareja le quiere. Sospecho que ocultan algo.

* Esta postal se publicó en la revista Geo hace unos cuantos años. Como su último párrafo fue censurado, me apetecía reivindicarla. Además, acabo de volver de por ahí en otro viaje de prensa. Salvando una pared interminable de granito en un telesilla atestado de gente, una señora nos atronó con cantos populares mientras me llamaban de España para completar los datos de un reportaje. También había una linda redactora del Cosmopolitan kazajo y un gastrónomo italiano apasionado de Mugaritz. El mundo es… No sé qué es.

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