El club Cigüeña

Escrito por el 26 abril, 2012 § 2 comments

Su dueño, Sherman Billingsley, nunca supo por qué le puso ese nombre: el club cigüeña, que es la traducción al castellano del Stork Club. Fue otro misterio sin resolver. Seguro que surgió en mitad de una de sus antológicas borracheras clandestinas, primera razón de ser de este garito neoyorquino. Cuando se tiró abajo en la década de los sesenta para hacer una plaza ajardinada, 40 años después de su inauguración, de los escombros surgió un alambique.

Pero fue mucho más que uno de los bares nacidos durante la época de la Prohibición. Ahí dentro se vio dar una propina de 20.000 dólares, a Ernest Hemingway tumbar de un puñetazo al director de la prisión de Sing Sing y a Grace Kelly revelar su compromiso con Rainiero. Ninguno otro local en el mundo ha dado tanto que hablar ni ha visto a tantas personalidades traspasar su puerta, defendida por una enorme cadena de oro.

El mítico periodista Walter Winchell lo definió como “el lugar más neoyorquino de Nueva York”. Sentado en su mesa, tomaba notas que luego publicaba en su columna del Daily Mirror; al día siguiente, la clientela la leía con avidez para saber si les nombraban. No en vano, gran parte del éxito del club era debido a esta publicidad indirecta, por lo que Billingsley trataba a Winchell como a un rey. No obstante, era más lo que callaba; podía haber intereses muy poderosos en juego.

Poco después de que JFK y Jackie se casaran, ella apareció una noche en el Stork de manera imprevista, y a Marilyn, que estaba con él, la invitaron con discreción a salir por la puerta trasera antes de que se montara un escándalo. La cosa estaba en tablas, porque la actriz también acudía con su respectivo marido, el jugador de béisbol Joe DiMaggio. “He visto madres robar los novios a sus hijas y casarse con ellos. He visto a chicas robar el marido a sus hermanas y casarse con ellos”, escribió Billingsley en sus memorias. “En una ocasión la engañada se volvió loca. Y sé de un padre que se entendía con la mujer de su hijo. Así era la alta sociedad”.

En ella, se movía como pez en el agua. Su gran éxito fueron las relaciones públicas, como lo atestiguan muchas anécdotas. Por ejemplo: al ser habitual que le robaran los ceniceros con el nombre del club, a los parroquianos fijos les entregaba, cuando se sentaban a cenar, un cenicero envuelto primorosamente, un paquete de tabaco y unas cerillas. Y una noche de 1940, cuando Hemingway quiso pagar la ronda con un cheque de 100.000 dólares que había recibido por los derechos cinematográficos de ‘Por quién doblan las campanas’ –más de un millón de euros de hoy día–, Billingsley le pidió que esperara al cierre. Para entonces ya lo había hecho efectivo.

Sabía lo que les gustaba a sus clientes, sobre todo a los que atraían a otros, que agasajaba con regalos tras obtener sus direcciones de los empleados de Western Union. Coincidiendo con las principales fiestas, les enviaba botellas de vino, joyas y otras chucherías, muchas de ellas hechas ex profeso para el club, como el perfume Sortilege, todo un must de la época. Se jactaba de dejarse 100.000 al año por este concepto.

“Estoy muy agradecido por el envío de la selección de corbatas”, decía una carta de 1955. “Asimismo, quería darle las gracias por los puros que envía con regularidad a la Casa Blanca”. Firmado, presidente Eisenhower. Y años antes, durante la Segunda Guerra Mundial, logró que tres bombarderos se bautizaran con el nombre del Stork Club. Para que la repercusión fuera mayor, Billingsley encargó a la joyería Tiffany una serie de alfileres de plata de ley como regalo a la tripulación.

A cambio, claro, se evitaba muchos problemas. Ocurrió cuando Josephine Baker le acusó de discriminación racial por tardar la cocina una hora en servirle un solomillo. Aunque parecía exagerar –uno de los descendientes de la actriz y bailarina así lo cree–, la poderosa Asociación Nacional para el Progreso de la Gente de Color, la NAACP, se echó encima de Billingsley. Pero gracias a su amistad con Edgar Hoover, mandamás en el FBI, el caso no prosperó.

El ambiente cargado de humo, los gángster que entraban y salían y las intrigas de todo tipo que allí se gestaban parecían sacadas de una novela negra de Dassiel Hammet. El cine supo aprovechar este escenario. En Eva al Desnudo (1950), Bettes Davis aparece en el Cub Room, la zona VIP del club. En Falso Culpable (1957), de Hitchcock, Henry Fonda interpreta a un bajista de la orquesta. Y, mucho tiempo después, en la segunda temporada de la serie televisiva Mad Men, se han recreado su barra y sus mesas.

El propio Billingsley montó una serie de televisión cuyo set era el propio club y consistía en las entrevistas que él mismo hacía a sus clientes saltando de mesa en mesa. En 1950, el programa empezó a emitirse en la CBS –luego pasaría a la ABC–, con Yul Briner de director. Para 1959 tuvo que cerrarlo a raíz de que un juez le obligara a pagar una indemnización de un millón de dólares por poner entredicho, ante las cámaras, la solvencia y el honor del dueño de un restaurante de Nueva York.

Pero si ahí dentro había una historia digna de ser contada, esa era la del propio Billingsley. Nacido de camino a Oklahoma el 10 de marzo de 1900, era el menor de nueve hermanos. Ya de pequeño se ganaba la vida vendiendo cerveza de contrabando a los indios y los cascos vacíos a los salones. “De esto último era de lo único que sacaba beneficio, un penique por botella. Creo que me convertí en el contrabandista más joven de la historia”, escribió.

De ahí se pasó al whiskey con uno de sus hermanos, Fred, lo que le llevó a Omaha, Detroit, Toledo y, finalmente, a la cárcel, a la edad de 18 años. Pasó dentro 15 meses y, al salir, se fue a Nueva York con Logan, otro hermano, quien había matado a unos socios de Detroit y, antes, al padre de su mujer. El objetivo, en plena Prohibición, era hacerse con alguna drugstore, que, además de farmacias, eran kioscos de periódicos y ultramarinos, y también servían de tapadera para vender alcohol al por mayor.

Billingsley regentó varias muy pronto. “El dinero entraba muy rápidamente. Llevaba los bolsillos llenos de billetes”. Y para comprar más, montó una agencia inmobiliaria. En 1929, entraron de clientes dos estafadores que conocía de Oklahoma, que querían abrir un restaurante. Él se lo encontró en la calle 58 esquina 132 Oeste, se hizo socio y “fue el comienzo del local nocturno más famosos que ha habido nunca”. Enseguida les sustituyó otro inversor, Thomas Healy, que resultó ser el representante o front man de tres gangsters. “Te protejeremos”, le dijeron.

Eso no impidió que un día le raptaran, pero lo que consiguió el cabecilla rival que lo organizó es que le pegaran un tiro en una cabina de teléfonos. “Otra manera que tenían de asustarme era dejándome en mi oficina calaveras y huesos cruzados, pero no pintados, sino verdaderos, humanos”. Con algo de todos estos tejemanejes debió quedarse uno de sus vendedores de whiskey, Vito Genovese, quien al crecer se transformaría en uno de los más legendarios jefes de la Mafia.

Con el fin de la Prohibición, Billingsley se quitó de encima a sus molestos amigos y trasladó el club a un edificio de la calle 51 y, finalmente, en 1934, a la 53 esquina 3 Este, donde se vivieron los años más gloriosos del Stork. Pero llegaron los 50 y con ellos los sindicatos, a los que les tenía vetada la entrada; esto es, ninguno de sus empleados podía pertenecer a ellos. Y lo pagó. Los sucesivos boicots hicieron huir a la clientela y el 4 de octubre de 1964 tuvo que cerrar. Un año y un día después, murió de cáncer, con la cabeza lo suficientemente lúcida como para comentar: “Puedo recordar cada persona que se portó bien o mal conmigo”. Sí, genio y figura.

 

Las puertas del paraíso

Tener el ok a la entrada del Stork Club era lo más a lo que se podía aspirar en los años 30 y 40, sus dos décadas gloriosas. Y no resultaba nada fácil. “Blancos, negros y rosas. A todos discriminamos por igual. Prohibimos la entrada a todos por todo tipo de razones. Pero si tu piel es verde como la del dólar y eres rico y famoso, entonces serás bienvenido”, decía Billingsley. No lo eran, desde luego, las mujeres sin acompañante a partir de las 6.00 pm, que se quedaban fuera para tranquilidad de su maridos, junto a los Rolls Royce, Bentleys y Cadillacs aparcados en la acera.

Dentro, Billingsley manejaba el cotarro a través de un código de signos. Si se llevaba la mano a la corbata, significaba que la mesa en cuestión no tenía crédito. Tocar el pañuelo, que llevaran perfume. Señalar con dos dedos hacía abajo, traigan una ronda. La mano hacia arriba, que sea de champán. Frotarse las manos y levantar un pulgar, échenlos del club. Y si al que le mandaba fuera quería ser alguien en Nueva York, lo lamentaría eternamente.

*Este artículo se publicó en la revista Gentleman en 2011.

§ 2 Responses to El club Cigüeña"

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *