Un tótem en la bahía de Santander

Escrito por el 8 noviembre, 2017 § 0 comments

Centro Botín1

Por Txema Ybarra

Desde sus cimientos hasta su estructura, pasando por su fachada de 102 metros de altura, la vieja sede del Banco de Bilbao en Madrid (1981) es un rascacielos repleto de decisiones originales y con justicia está considerado una de las obras maestras de Francisco Javier Sáenz de Oiza. Pero como les pasa a todos los grandes creadores, en la larga carrera de este maestro de la modernidad también hubo momentos bajos. Sin duda tocó fondo con el Palacio de Festivales de Santander (1990), una suerte de teatro griego plantado en los antiguos muelles de los astilleros que no gusta a nadie. Ni siquiera quedó contento su autor, que lo definió como “un pato” que volaba, nadaba y andaba pero que todo lo hacía medio mal. Por faltar, faltaba hasta el foso de orquesta.

Entre las muchas consideraciones a las que se puede llegar acerca de por qué un edificio funcionó y el otro no, un hecho al menos es objetivo: en el primer caso el cliente era un banco, representado entonces por un reconocido profesional del sector financiero como José Ángel Sánchez Asiaín; en el segundo, la administración pública, personificada en la figura de Juan Hormaechea, condenado en años posteriores por los delitos de malversación de fondos públicos y de prevaricación. Así, hubo rigor en un proyecto y sobrecostes y mil dislates más en el siguiente.

Con el flamante y soberbio Centro Botín, que ha servido para que la ciudad de Santander se haya quitado esa espinita que tenía clavada en forma de mastodóntico teatro, de nuevo se ha demostrado lo importancia de la contraparte al construir un edificio. Las palabras de su arquitecto Renzo Piano a la muerte de Emilio Botín en septiembre de 2014 lo dejan bien claro: “Las grandes obras de arquitectura no son solo fruto del trabajo del arquitecto que las diseñó. Son también, y casi sobre todo, del diálogo creativo con su cliente. Y Emilio Botín era el mejor cliente con el que un arquitecto puede soñar. En primer lugar porque teniendo clarísima su visión, lo que la Fundación Botín quería lograr con el Centro, jamás me dijo lo que tenía que hacer. […] Poca gente he conocido que escuchara como él, siempre dispuesto a cambiar de opinión si era necesario para buscar no lo bueno sino lo mejor […]”. Sincera y emotiva elegía por parte de quien define su profesión como “una lucha” debido a los frentes con los que debe lidiar en cada obra, y la relación con el cliente suele ser el más complicado.

La referencia a aquella “visión” era más que pertinente. El Centro Botín no surge de un arrebato de megalomanía sino que su forma y contenido se meditaron a conciencia. Antes de empezar a hablar, Piano tuvo que leer un ‘briefing’ de solo dos páginas en el que quedaba bien claro lo que había que hacer. Algunas de sus directrices eran en cierta medida previsibles, como que el Centro se convirtiera en “un referente de la vida cultural de la región”. Otras resultaban ambiciosas: tenía que introducir “la bahía en la ciudad” y su programa educativo y cultural –las dos principales patas del proyecto– debía situarse “en el primer nivel del circuito del arte europeo”. Y después de solicitar que el visitante pudiera vivir el espacio “tanto por dentro como por fuera”, llamaba la atención, por su originalidad, que se pidiera que “no llegue a saber claramente si está dentro o fuera”.

Piano pudo con todo. Hasta dio satisfacción a esa particular demanda de que hubiera un tránsito confuso, que la materializó en el puente Pachinko, nombre que se da en Japón a unas máquinas de planteamiento similar a las de petacos, donde las bolas rebotan y caen a lo loco hasta el agujero. Une por el aire las dos grandes naves del edificio, desembocando en diversas pasarelas abiertas al público, que se mueve por ellas como la primera vez que se entra en un crucero: corriendo, excitado y perdido. «Me gusta crear edificios que sean para las personas, para que estén juntas, y eso es el Centro Botín», defendía Piano durante su inauguración el pasado mes de junio, al tiempo que lo ‘pintaba’ como “una obra que corteja al agua, como un barco más en la bahía». La sensación durante el recorrido es, en efecto, la de estar divisando el mar desde cubierta. Donde el camino avanza colgado del aire para llegar a un ‘cul de sac’, el vértigo es similar al de navegar en aguas abiertas.

“Mira las fotos tan bonitas que hay con el hastag #centrobotin en Instagram”, invita Íñigo Sáenz de Miera, director general de la Fundación Botín, quien destaca la condición de privilegiada atalaya del Centro: “Las primeras críticas que recibió el edificio fue que iba a quitar vistas a Santander, y no solo se evitó al elevar sus dos volúmenes siete metros desde el suelo sino que además las ha ampliado, ofreciendo ángulos que antes no existían”. En concreto de la propia ciudad de Santander, que se puede observar desde lo alto. Se deja ver así esa segunda línea de edificios que se levantaron de aquella manera tras el gran incendio de 1941, en plena posguerra, que supuso la destrucción casi completa del casco histórico. Mala época y nada por tanto se podía reprochar a aquellos arquitectos. El máximo responsable de la fundación también defiende al gremio: “Ningún profesional creativo arriesga más. Lo que construyen queda para lo posteridad. Si escribes un mal libro, lo peor que te puede pasar es que nadie lo lea”.

Con Piano, dice, no hubo dudas; era una apuesta segura. “Nadie maneja la luz como él. Por algo es el arquitecto preferido de los artistas. Además, sabíamos que era, como buen genovés, un apasionado del mar y tampoco había hecho nada en España para entonces”. Apunta también Sáenz de Miera, como germen del éxito del Centro, su excelente relación con Emilio Botín: “Se entendieron desde el principio; nunca se pelearon. El mar les unió. A Emilio le encantaba salir a pescar y Renzo es un excelente navegante. Eran además de la misma quinta y dos personas siempre encima de los detalles”. Recuerda asimismo que Emilio no estaba solo; tenía a toda una familia detrás: “Esta es una historia que viene de lejos, de cuando Marcelino Botín, su tío, crea junto a su mujer Carmen Yllera la fundación en 1964. Se trata de una cosa extraña para la época en España: una fundación patrimonial que tiene como objetivo el desarrollo social de Cantabria. Surge como un proyecto orgánico. Durante los actos de inauguración del Centro, Javier Botín –presidente del patronato de la fundación– agradeció siempre que tuvo la oportunidad el acto de generosidad de la generación precedente. Son una gente que mira al mundo pero muy enraizada en su tierra”.

El Centro no fue por tanto una ocurrencia. “Todo el mundo quiere un Guggenheim o un Silicon Valley salidos de la nada, pero eso no funciona”, continúa Sáenz de Miera. “Se habían cumplido los 50 años de la fundación y surgió una etapa de reflexión, decidiéndose unir las áreas de artes y educación, dejando la de ciencias como sección independiente. Por otro lado, llevábamos años trayendo exposiciones de primer nivel a Santander sin tener un envoltorio que estuviera a su altura. Y en paralelo, el ayuntamiento se planteaba qué hacer en la zona del puerto y de los Jardines de Pereda. Una propuesta de este tipo encajaba muy bien porque en esta ciudad hay una gran tradición cultural y promover este tipo de oferta es hoy en día un magnífico reclamo turístico. Todo convergió”. A modo de bandera, la fundación tenía un lema en el que creer: “Estamos convencidos de que el arte ayuda a mirar la realidad de otra manera”, asegura su director, para el que la principal razón de ser del centro es la de agitar conciencias entre los cántabros y, por extensión, a todos los que vengan.

Piano también proclama que “el arte hace mejor a las personas”. Del centro, una vez pues la última viga de acero, opina que ha sabido asumir “la importante función social y cultural de fecundar los espacios públicos de la ciudad, confirmando así la primacía de lo urbano como lugar de civilización”. Por todo ello se emplazó en el mismo corazón de Santander: “Este tipo de enclaves culturales son queridos por la gente y devienen en símbolos de la vida común y del orgullo cívico cuando son abiertos y cercanos”, concluye. Además, dio con las proporciones exactas; se evitaron los excesos al captar las dimensiones del entorno en el que se sitúa, tanto físicas como sociales y económicas. Y por si acaso había un banquero detrás para vigilar que se adecuara a plazos y presupuesto. Finalmente, han sido siete años desde que en 2010 el proyecto dio sus primeros pasos (las obras comenzaron en junio de 2012) y unos 100 millones de euros por la construcción, a los que se añaden 12,5 millones de euros anuales para el mantenimiento y el desarrollo de actividades.

Para llegar hasta ahí hubo que empezar tomando referencias. En dos excelentes museos provinciales, el Chillida-Leku, en Lasarte (Guipúzcoa), y la fundación Serralves de Álvaro Siza, en Oporto, se detectó un grave error: su emplazamiento en las afueras de sus ciudades de referencia desanima a que lo visite la población local, cuando esta es una prioridad para el Centro Botín y no tanto el turista foráneo, siempre con más ganas de salir de excursión donde sea que diga la guía de turno. De los museos abocados al mar gustó en particular el Instituto de Arte Contemporáneo de Boston, de Diller Scofidio + Renfro, que el propio Emilio Botín visitó. Su sala de exposiciones también levita sobre el aire para mirar a la bahía de la ciudad norteamericana y debajo origina una amplia plaza cuyas largas escaleras funcionan como graderío.

El Centro Botín no solo realiza el mismo gesto sino que mejora la idea, puesto que se ha convertido en un lugar de paso y no solo de destino. La integración con la ciudad es así más completa. El carril-bici transcurre por debajo y, al estar a cubierto, ese tramo del muelle se ha convertido en el mejor punto de pesca de Santander. “Emilio Botín fue el primero en verlo”, rememora Sáenz de Miera. Solo hay un problema: al tirar el anzuelo, los plomos rompen las esferas de cerámica que envuelven la alicatada fachada. A finales de verano ya se habían cargado 20. Por eso un cartel móvil reza: “Rogamos precaución a la hora de pescar”. El director de la Fundación Botín reconoce que debería ser más específico, pero difícil dar con la frase adecuada. Quitar ese revestimiento tampoco se contempla, dado que hace rebotar la luz, iluminando la plaza y creando bellísimos reflejos iridiscentes.

La luz. Piano la maneja como nadie, pues es un arquitecto con alma de poeta y con un dominio de la técnica propia de un ingeniero, como demostró de buenas a primeras en aquella obra de juventud que es el Centro Pompidou de París, cuya autoría comparte con Richard Rogers. Sáenz de Miera cuenta que, en su primera visita a Santander, el italiano quedó fascinado al descubrir una ciudad del Cantábrico que mira al sur. “Quiso jugar desde el principio con esa luz que es más mediterránea, tan parecida a la de su Génova natal, y que pinta de azul los montes que se ven al fondo. Hablaba mucho de todo esto pero nos costaba entenderlo. Cuando vimos cómo se plasmaba al acabar la obra nos quedamos absolutamente maravillados”. El edificio tiene ese color, lo lee a la perfección, y así la bahía se mete en la ciudad, tal como se pedía en el ‘briefing’, y viceversa. Bravo.

Ayudó a que esta idea tuviera más profundidad otra genial decisión, en este caso tomada por el madrileño Fernando Caruncho. El paisajista del proyecto se empeñó en pintar de azul, a través de la mezcla de distintos óxidos, el paseo de hormigón de los Jardines de Pereda, que adquieren de esta manera la condición de canales, convirtiéndose en islas las porciones de césped. En sus propias palabras, el concepto “desmaterializa el camino” al quitarle peso al hormigón. “También me costó que me entendieran”, confiesa este exquisito profesional, gran defensor del jardín como elemento conector entre arquitectura y paisaje. “En los últimos tiempos no se ha sabido respetar este paso intermedio y ha sido un desastre. Por suerte para este proyecto, los Botín son una familia con una cultura enorme sobre jardines. Se han educado en la magnífica finca familiar de Puente de San Miguel, donde descansan los restos de Emilio Botín. A él era un tema que le apasionaba”, apunta Caruncho, quien define poéticamente el Centro como “una libélula que vuela sobre la bahía”.

El parque determina el diseño del edificio, hasta el punto de que los 7 metros que se eleva desde el suelo, sustentado por finos pilares de acero, corresponden a lo que miden los troncos de los frondosos árboles vecinos. Los 22 de altura máxima se equiparan a los de las copas de tejos, tilos y plátanos de sombra. Quizá debido a esta trascendencia, la parte “verde” del programa fue la que más dolores de cabeza provocó a todos durante los cinco años que ha durado la construcción del Centro Botín. Le faltó contar a Piano en aquel obituario que en algo sí que el banquero le insistió, acabando por convencerlo: en hacer un túnel para que la calle Muelle de Calderón pasara por debajo de los Jardines de Pereda (con un coste de cerca de 20 millones de euros que pagó íntegro la Fundación Botín, “inversión” insólita en este país). Piano se oponía porque creía que desconectaba el edificio de la ciudad, de su ajetreo urbano. “El tráfico es vida”, decía como buen italiano. Y se ha demostrado justamente lo contrario: la fluida continuidad pedestre entre el Centro, el parque y el Paseo de Pereda es una de las mejores soluciones de la obra.

La reordenación duplicó el espacio de los jardines, que pasó de dos a cinco hectáreas, e hizo mover de ubicación el edificio, de forma que la sede social del Banco de Santander, también dividida en dos por un monumental arco, ya no está tan encima de él y el Centro respira mejor en todos los sentidos. Para encontrar un museo moderno tan bien integrado en un parque hay que volar hasta Nueva York de la mano de Renzo Piano. Junto al Hudson, el arquitecto supo encajar con enorme finura el nuevo Whitney con el concurrido High Line Park. Excelente propuesta de edificio dividido en dos junto al mar (en realidad encima de él) es asimismo obra suya: el también reciente museo de arte moderno Astrup Fearnley, en Oslo (Noruega).

En el Centro Botín se tuvo además el acierto de contar con los artistas desde el principio. La escultora Cristina Iglesias viajó hasta Génova para conocer los planes de diseño. Al igual que en la última ampliación del Museo del Prado, para el que concibió sus admirables puertas, aquí también debía poner a trabajar su imaginación, que ha dado forma a cuatro pozos y un estanque colocado bajo la escalera principal. El conjunto se denomina ‘Desde lo subterráneo’, con el que quería “emerger la memoria del lugar”, una zona ganada al mar, pues hasta el siglo XIX los barcos atracaban frente al Paseo de Pereda. Algas compuestas en acero fundido se superponen unas a otras formando cavidades. Simbolizan para la artista donostiarra “un jardín submarino que rebosa hacia la superficie”.

Pasemos dentro. La nave más pequeña queda reservada para las aulas educativas, los espacios de trabajo y el auditorio con capacidad para 305 personas, que desde sus sillas tendrán complicado seguir la charla del orador si no se bajan las cortinas. Enfrente se abre un apabullante ventanal con toda la bahía en acción (a cámara lenta): los ferris cruzan hasta la playa o ponen rumbo a Plymouth, las aves revolotean en el aire por la que pueda caer, la montaña, a lo lejos, va mudando de color según pasan las horas y las nubes grises avanzan como de costumbre hacia el este. Relajante escena “Lexatin”.

La estructura de mayor tamaño se reserva para las exposiciones artísticas y en esto el Centro, que se insiste en que no se llame “museo”, también es algo único. La Fundación Botín desarrolla tres originales programas con un largo recorrido cada uno. Desde 1994 invita a Santander, una vez al año, a artistas de renombrado prestigio –Mona Hatoum, Carlos Garaicoa y Julie Mehretu, entre otros– para que impartan un taller con jóvenes creadores de todo el mundo. A su vez expone su obra –desde este verano en el Centro– y compra alguna pieza que entra a formar parte de su colección permanente. Con un formato similar, otorga becas a artistas plásticos de todo el mundo para que desarrollen su obra, que compra y expone.

“No encuentras nada igual en el mundo”, corrobora su director artístico, el francés Benjamin Weil, a su vez miembro de la Comisión Asesora de Artes Plásticas, que cuenta con Vicente Todolí, antiguo director de la Tate Modern de Londres, como presidente. “Es de una generosidad enorme con los artistas y el público que acude a verlo. Se demuestra así un compromiso total con el arte. Estamos especialmente orgullosos de haber expuesto a Carsten Höller, una figura de primer orden que nunca se había visto en este país, o que artistas que fueron becados por la fundación hayan representado a España en las tres últimas ediciones de la Bienal de Venecia: Lara Almarcegui , en 2013, Cabello y Carceller y Francesc Ruiz, en 2015, y Jordi Colomer en 2017”.

Por último, se financian catálogos razonados de grandes maestros del dibujo español –Gargallo, Gutiérrez Solana, Murillo…– y, de nuevo, se expone ese trabajo. “Eso es lo que ha hecho posible que salgan a la luz bellísimos dibujos de Goya que estaban guardados en el gabinete de dibujo del Prado. A mí me han permitido comprender toda la intención artística de sus cuadros. Es un regalo”, prosigue el experto, quien llegó hace tres años y medio a Santander y descubrió sorprendido una ciudad a la contra. “Solo escuchaba críticas. Ahora está todo el mundo feliz. Van al Centro a pasear. Suben y bajan por el Pachinko. Llaman a sus amigos para que vengan. ¡Qué interesante la transformación de todo esa energía negativa en positiva!”.

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