RCR, capa a capa

Escrito por el 11 octubre, 2018 § 0 comments

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Por Txema Ybarra

Los montes circundantes seguían teñidos de blanco, mientras que en los caminos la nieve se había transformado en miles de charcos; a merced de las corrientes de aire, la niebla se entretenía entre el robledal. Subió de repente la temperatura y el cielo acabó por despejarse, exponiéndose la arquitectura de RCR con particular desnudez al paisaje de la comarca prepirenaica de La Garrotxa (Girona): no podía camuflarse entre las hojas de los árboles y el sol incidía en cada detalle, dibujando con nitidez los contornos frente al pasto, la calada hojarasca y la roca basáltica. La propia naturaleza parecía juzgar la obra de Rafael Aranda (1961), Carme Pigem (1962) y Ramón Vilalta (1960).

Se podía admirar particularmente bien su hábil juego de contrarios: la múltiples intervenciones de RCR en los alrededores de Olot, la localidad de la que son oriundos y desde la que han desarrollado su carrera profesional, destilan al mismo tiempo sofisticación y rudeza. En los pabellones destinados a merenderos y a recibir a turistas, en la pista de atletismo y en los paseos escultóricos por los conos volcánicos, hay influencias contemporáneas evidentes: el land art, la estética del vacío de Jorge Oteiza, la materialidad de Richard Serra, la abstracción pura de Mark Rothko, la esencia minimalista de Donald Judd… Pero a diferencia de la actitud de tabla rasa tan habitual entre la modernidad arquitectónica, en su caso trasluce un deseo honesto de conectar con la identidad rural del lugar. La belleza del territorio la enfatizan excavando el terreno, apilando piedras o clareando el bosque. Con la delicadeza de unos jardineros zen que no tienen reparos en meterse de lleno hasta el barro.

Saben hablar idiomas muy distintos. Sentados junto a la enorme y desordenada mesa que comparten en su estudio junto al río Fluvià, presumen de tener la misma facilidad para volar hasta las nubes que para bajar a tierra y remarcan que se manejan bien a todos los niveles gracias a sus orígenes humildes; el padre de Rafael, por ejemplo, fue paleta (albañil), y él mismo le ayudó a construir la casa familiar cuando era pequeño. “Nos ha enriquecido mucho estar igual de cómodos con un cliente culto de alto poder adquisitivo que con un inmigrante subido al andamio”, comenta Ramón, hijo de un profesor de dibujo. “Conectamos con todos”, remacha Carme, su mujer, hija de un padre inventor. Aunque poseedores de una formación exquisita –se licenciaron en Arquitectura por la ETSAV del Vallès (Barcelona) e inquietudes artísticas les sobran–, huyeron desde el principio del aura de elitismo propia de su profesión. Y para esta forma de pensar, Olot se lo ponía más fácil, si bien aducen que regresaron por un motivo más sencillo: “Es que somos de aquí”, proclaman a una, como hacen tan a menudo, y con la máxima franqueza, que para eso son de pueblo.

Sin embargo, no han sido siempre profetas en su tierra. Están muy orgullosos de haberse unido en fechas recientes al grupo de 19 Personajes Ilustres de Olot, pero ni con esas medallas ni con la del Pritzker conseguirán una alabanza unánime. Con el ayuntamiento de Riudaura siguen “encontrados” por la construcción de su centro cívico (desde este pequeño pueblo al final del valle de Riudaura se alegan defectos constructivos). Otros murmuran en contra de que la pista de atletismo no pueda acoger competiciones oficiales por haberse mantenido los árboles en medio. Y hay quien cree que, sencillamente, se pasan de radicales. “A los RCR se les ama o se les odia”, deja claro Fina Puigdevall, quien les abrió las puertas de su restaurante Les Cols para que soñaran libremente. “Fueron capaces de evocar a través de la arquitectura el tiempo, el aire libre, la sensualidad y el arte culinario de este sitio. Hacen poesía”, dice de ellos.

También hizo lo mismo el suizo Kurt Engelhorn con su bodega de Bell-lloc, en Palamós. Solo hubo un problema: la repentina afluencia de visitantes –llegados en procesión para alabar la configuración única de la instalación bajo tierra– pudo haber hecho morir de éxito el negocio vinícola. Para el bisnieto del fundador de la empresa química Basf, el trío de arquitectos creó una obra de arte antes que una obra de arquitectura, destacando de ella que “sorprende por su audacia y la perfecta simbiosis que establece con el entorno natural”. Distintas palabras pero mismo parecer sobre lo que se ha convertido en la firma de RCR: su genial lectura del contexto, hecha además sin miedo a confrontar la historia del lugar, tal como expone Carme: “Nunca hemos querido hacer una arquitectura que se esconda. Es un diálogo. Si tú estás aquí historia y aquí estamos nosotros, podemos hablar. Yo no me voy a imponer a ti, tú no te vas a imponer a mí”.

La resaca del Pritzker

Esta particular forma de entender su oficio ha hecho que también les amen el gremio y la crítica. Llegamos a su estudio después de otra tormenta, la del Pritzker, que a ellos les ha dejado como estaban, asegura Rafael, tan expresivo: “Nos ha dado una gran satisfacción pero no va a transformar nuestras vidas. Al ir cumpliendo los 50 llegamos a un punto de sensación de objetivo cumplido. Habíamos vuelto a Olot 25 años antes con el deseo no de construir sino de hacer arquitectura y considerábamos que lo habíamos conseguido. Era importante esta reflexión porque a nosotros siempre nos ha gustado pensar cuál es el camino que debíamos tomar. No hemos dejado que el camino nos lleve”. Carme asiente: “Hemos intentado llevar las riendas de nuestra vida. El premio ha sido la guinda”.

Ramón, el gran urdidor de que los tres estén juntos –solo él y Rafael se conocían antes de empezar a estudiar en Barcelona–, reconoce que se están abriendo nuevas oportunidades, que les llaman mucho a la puerta a raíz del galardón, pero son reticentes a asumir nuevos trabajos. “Es casi como un año normal”, se atreve a decir. “Tenemos mucho respeto por lo que hacemos, de las implicaciones de nuestro oficio, y al asumir un encargo, lo debatimos en profundidad. Hemos procurado siempre vivir la vida de la forma más equilibrada posible, haciendo lo imposible para que lo que consideramos externo a nuestra manera de ver el mundo y desde nuestro sentir no nos desestabilice”. Lo que sí ha ocurrido, comentan desde mandos más bajos de RCR, es que el Pritzker está sirviendo para desatascar proyectos que venían de lejos y ahora se ven con otros ojos (dado que se mantienen al precio al que estaban comprometidos con anterioridad).

Que son atípicos lo resaltó el propio jurado del Pritzker: son tres compartiendo los mismos galones y, sin apenas obra fuera de donde se radican, su trabajo ha tenido gran impacto más allá de esas fronteras casi desde que empezaron. Precisamente se ponía en valor que, en tiempos tan globalizados y existiendo un auténtico miedo a perder las raíces, ellos han demostrado que pueden entenderse las dos visiones del mundo, la internacional y la local, es decir, que es posible vivir en un mundo híper conectado y no volverse loco. En una ceremonia celebrada en el palacio neobarroco Akasaka de Tokio, la Casa de Invitados del Estado, Tom Pritzker señalaba su afinidad a la cultura japonesa por su maestría aunando tradición y modernidad sin perder el equilibrio. Glenn Murcutt, presidente del jurado, se descubría ante el ingenio con el que resuelven aparentes contradicciones, porque hacen arquitectura que es tan humilde como audaz, igualmente expresiva y contenida, vanguardista y no por ello irrespetuosa con los referentes geográficos e históricos donde se ubica. La creatividad, decía el arquitecto australiano, es un proceso de compromiso con todos esos elementos y, en última instancia, con uno mismo.

Durante el acto de entrega, Carme leyó un poema budista que cuenta que un poeta es capaz de ver con claridad que sobre un trozo de papel flota una nube, porque sin la existencia de la nube no hay lluvia y sin lluvia no crecen los árboles y sin árboles no se puede fabricar papel. “Aunque es más prosaica que la poesía, para nosotros la arquitectura es el arte de materializar sueños, a través de un camino muy largo en el que se contiene todo el universo, de la misma forma que un trozo de papel en el que están escritas unas bellas estrofas puede contener todo el universo”, profundiza la arquitecta. “Sabemos que es difícil, pero nuestra meta es despertar emociones genuinas en las personas que habitan nuestra obra y que sean conscientes de la experiencia. Queremos comprender la verdadera naturaleza de las cosas, transcender lo establecido, llegar a resultados inesperados”. Ramón acaba por desnudarlos: “La belleza, el amor, sentir las contradicciones que hay en la vida, estas son las cosas que nos interesan”.

Recibir el Pritzker en Japón tenía un especial significado para ellos, pues visitar el país nipón al inicio de su carrera –luego volverían en repetidas ocasiones– marcó un antes y un después en su trayectoria. Les invitaron a ir a raíz de la expectación que había creado un proyecto de faro horizontal en Gran Canaria, ganador de un concurso del Ministerio de Obras Públicas en 1989 y nunca construido. Como cuenta Carme –que, casualidad, es de ojos rasgados y de discretos ademanes y expresión risueña, todo tan oriental– aquel viaje supuso un auténtico golpetazo en la cabeza: “No sabíamos mucho sobre su cultura y nos impresionó muchísimo. Tuvimos la suerte de pasear por los jardines de Kioto, ir a un templo en Koyasan… Conectamos enseguida con su sentido de la perfección, de la importancia de cuidar hasta el más ínfimo detalle. De eso habla el poema, de cómo todo lo pequeño y que podrías decir sin valor, se convierte en capital porque forma parte del conjunto y este conjunto bebe de cada uno de los detalles. En este equilibrio es donde navegamos”.

“Sí, Japón nos impresionó mucho, pero no fue su forma de construir ni su dominio de la madera», replica Ramón. «Esto es lo que viste la arquitectura y a nosotros nos enseñó lo que subyace a esta, el sustrato que hace que tenga ese aspecto. Observando el patrimonio de la arquitectura tradicional aprendimos a ver la manera en la que se vive y se siente un paisaje determinado. Llegando a esa raíz captas cómo leer las cosas en cualquier lugar; sabes vestirte con el vestido que toca en cada sitio”. Rafael apunta que estudiar la casa de payés les ayudó igualmente a entender por qué una arquitectura ocupa una ubicación determinada, respondiendo a un clima, a un ritmo de trabajo y a un estilo de vida: “Leer todas y cada una de las premisas de un proyecto es lo que nos interesa y lo hemos interiorizado tanto que ya nos sale desde dentro, sin esfuerzo”. Afirman que les está ocurriendo ahora que empiezan a trabajar en el Golfo Pérsico, donde han diseñado un conjunto de apartamentos en una de las islas artificiales de Dubái. Esta vez el acero corten –el material que mejor les identifica– no se ve por ningún lado porque no corresponde.

Una decisión trascendental

De regreso de aquel primer viaje a Japón tomaron la que quizá fue la decisión más trascendental de su carrera: compartir la mesa de estudio. ¿La razón? El tiempo que estuvieran juntos había que aprovecharlo al máximo. Como puntualiza Ramón, tenía todo el sentido, porque el arquitecto tiende a ensimismarse en la mesa de dibujo y no querían que eso se les fuera de las manos. La consecuencia de tanto compartir es que hace tiempo que cambiaron el “yo” por el “nosotros”. “Es muy bonito”, continúa Carme. “Rafael siempre dice que aunque estemos tomando solos una decisión o hablando con alguien, nunca estás solo”. Y el aludido es capaz de darle la vuelta a su propia frase para que se ponga de manifiesto lo lejos a lo que han aspirado llegar con esta forma de pensar: “Estando los tres juntos nos sentimos libres como si estuviéramos solos. Es increíble. Sentirse libre y acompañado al mismo tiempo”.

Otra determinación que tomaron: no repetir la fórmula.

Rafael: Nadie sabe cómo será el próximo proyecto de RCR.

Ramón: Es una aventura.

Rafael: Nos hace estar siempre vibrando.

Carme: Despiertos.

Rafael: Vibrando.

En pocos sitios han actuado con mayor libertad estos amantes del haiku arquitectónico –muy dados también a la improvisación jazzística–, que en su estudio, al que entraron en 2004 por “flechazo”, si bien tuvieron que aguantar diez años antes de adquirirlo. El denominado Espai Barberí era un taller de fundición de principios del siglo XX construido con piedras de origen volcánico. “Al entrar sentías que había habido fuego”, recuerda Ramón. Una memoria y una atmósfera que han preservado hasta lo insospechado. Como si aplicaran la técnica japonesa del kintsugi, consistente en recomponer cuencos de cerámica con hilos de oro y plata, fueron interviniendo en la fábrica de forma muy puntual. Con chapa de metal –aquí nunca mejor escogida–, levantaron tabiques para albergar el espacio donde trabaja su equipo, compuesto en la actualidad de 12 colaboradores y un grupo variable de becarios de múltiples procedencias. También para diseñar su sancta santorum, que mira a una humilde y estrecha calle, y una de cuyas paredes de cinco metros de altura está cubierta de libros de arriba abajo; otra exhibe un conjunto de dibujos del padre de Ramón que siempre los han acompañado.

Sede de su fundación Bunka (“cultura”, en japonés), la parte de atrás, una gran nave, casi no la han tocado. Su suelo sigue siendo de tierra pisada y, nada más entrar, encuentras un enorme socavón sobre el que caen del techo, como lianas, largas láminas plateadas. Grandes campanas producidas antaño en el taller decoran un jardín interior que desemboca, por un lado, en una habitación con viejos artilugios colocados de aquella manera en el suelo y en baldas, y por otro, en una sala que es un lugar de trabajo concebido bajo el canon minimalista y que a su vez conserva unas columnas oxidadas arrimadas a la mesa de estudio. Puro wabi sabi, la visión estética japonesa basada en la belleza de la imperfección. Precisan que siempre les interesaron las arquitecturas sensoriales, empezando por la árabe y mediterránea, y para descubrirlas, indica Ramón, tuvieron que ir más allá de lo que aprendieron en la universidad: “La arquitectura de la transición era muy compositiva. Nos enseñaron muy bien a plantear los programas y a dibujar las plantas y las fachadas. Pero sentíamos que nos hacía falta una mayor integración del resto de elementos que integran la obra”. El arte, añade Carme, siempre les ayudó a guiarse por este camino al tratar todos los temas de su oficio excepto los funcionales.

Aprecian de la arquitectura catalana y española tradicional, en palabras de Ramón, que entienda que intervenir en un lugar es un todo. “La anglosajona desmiembra más las partes, como si fuera una suma de aportaciones de diferentes mundos: ingeniería, paisajismo, diseño de interiores…”. Queriendo decir lo mismo, reivindican la figura del arquitecto artesano que es también la del arquitecto total. Por si acaso, ellos carecen de roles en RCR, porque como dice Rafael, no han querido ser especialistas “en nada”, hasta el punto de llegar a proclamar que no han querido ser profesionales de la arquitectura. Ramón aclara, volviendo a la idea anterior, que es debido a que consideran que las “disciplinas” han hecho mucho daño. “Huimos de esa visión tan compartimentada de la vida”.

Asimismo, están muy orgullosos de la propia formación que les ha dado Olot. “Hacer obras aquí”, explica el último, “nos dio una relación muy fuerte con los oficios, con el herrero, el carpintero, el de la cantera… Este poso lo hemos tenido siempre porque hemos trabajado el material y así sabemos cuando corresponde un grosor de diez milímetros o de ocho milímetros. Hemos comprendido esta cosa esencial que es la lógica constructiva. Entender que con un mínimo de materiales se puede conseguir mucho”. En esas están con un nuevo proyecto que es otro flechazo. Se trata en esta ocasión de una idílica masía del valle de Bianya, La Vila de Trincheria, cuyos orígenes se remontan al medievo. La conocían de haber diseñado, en 2003, una alberca contemporánea –de acero corten– por la que ganaron un premio FAD de Espacios exteriores y FAD de Opinión. Sus antiguos dueños, ya mayores para mantener semejante explotación agrícola, se la vendieron en fechas recientes sabedores de que la dejaban en buenas manos. El reto, confiesan, es enorme, porque el mundo rural no da descanso: heredan caballos, un monte cubierto de hayas, tierra de labranza donde se da muy bien el maíz, un arroyo flanqueado por dos muretes de piedra seca y hasta un molino rehabilitado como apartamento que se puede alquilar a través de Airbnb, al igual que la vieja casa del masovero. Todo ello lo gestiona ahora mismo una pareja de arquitectos de su estudio –ella, valenciana, él, portugués– que poco a poco se están acostumbrando a las largas noches de invierno.

En este escenario como salido de un cuento, la aventura no ha hecho más que empezar:

Rafael: Seremos ahí todavía más libres de lo que hemos sido hasta ahora.

Ramón: Si hemos tenido alguna obsesión, esa ha sido ser libres [los tres ríen].

Rafael: Ni siquiera vamos a tener un cliente [siguen las risas].

Ramón: Nos preguntas qué vamos a hacer. Esa libertad no es en el sentido de construir algo concreto sino de entender un paisaje, un territorio. Puede serlo todo.

Carme: Estamos recibiendo algo que queremos saber traspasar. No nos pertenece.

Ramón: Será un lugar de investigación sobre el mundo de las ideas. Eso sí lo tenemos claro.

Rafael: Le pondremos otra capa y haremos lo que mejor sabemos hacer: construir sueños.

*Reportaje publicado en el número 4 de la revista Port.

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