El patio del hotel Duas Portas donde tiene lugar el encuentro con Eduardo Souto de Moura (25 de julio de 1952, Oporto) podría ser obra de Tadao Ando, al estar protegido con muros de hormigón visto dispuestos con una original geometría, por el sutil contraste que aporta la florida buganvilla frente a este frío material y, en definitiva, por su poética introspectiva. Pero no es obra del japonés sino de la mujer del primero, Luisa Penha. Así que la primera pregunta, casi obligada, no es acerca de su trabajo sino del de su esposa, reforma de una casa tradicional con fachada de azulejos frente a la desembocadura del Duero. “Nunca es fácil hablar de los proyectos de la familia, pero aquí puedo decir que el resultado es muy bueno. Me gusta la forma en que añadió una planta sin que desentonara con la lógica del edificio o cómo reestructuró los huecos de las ventanas”. Además confiesa que en casa, de arquitectura, hablan poco y cuando lo hacen no suelen coincidir en gustos. “Eso está bien”, apostilla.
Dos de sus hijas son también arquitectas –Maria Luisa, la mayor, dirige el hotel– y una tercera ha estado destinada en Mozambique como enfermera. Sus consejos se limitan a uno: hay que trabajar. “Es todo lo que les he dicho. Porque he tratado de no ser paternalista y, por lo tanto, he evitado dar lecciones morales”. Ellas, por si acaso, evitan presentarle sus proyectos, y cuando él pregunta, dice que procura por respeto hacer los mínimos comentarios. Es sin embargo locuaz y, si bien puede parecer despreocupado en las formas –bromista es sin duda–, su obra constructiva saca a relucir un alma muy delicada, con una gran conciencia social.
Tuvo un “padre” genial: el arquitecto Alvaro Siza, junto a quien su mujer ha trabajado más de 30 años y él pasó 5 al inicio de su carrera. La simbiosis es tal que el estudio de ambos ocupa el mismo edificio, también frente al río, a pocos pasos de donde estamos. Coinciden además en que los dos son Pritzker de Arquitectura, premio otorgado en 1992 a Siza y en 2011 a Souto de Moura, con el que se rubricó la calidad de la llamada Escuela de Oporto. Para nuestro protagonista, la razón por la que esta ciudad de Portugal ha alumbrado una de las generaciones más interesantes de la arquitectura contemporánea se ha debido en gran medida a que contaron con unos excelentes profesores: “La arquitectura pública se hacía en Lisboa, por ser la capital, y aquí los profesores trabajaban en obra privada, lo que les daba más tiempo para dar clases”. También cree tuvo que ver el contexto político. “Vivíamos una dictadura y la censura puede sacar lo mejor de uno mismo. En la Viena capital del Imperio Austrohúngaro, en un ambiente muy reaccionario, surgieron Freud, Klimt, Loos… Aquí fuimos nosotros”, dice riendo
¿Pudo además haber influido la innata elegancia y sentido del gusto del propio país, que se observa a todos los niveles, tanto en Comporta como en el pueblo más humilde junto a la carretera?
La arquitectura portuguesa ha respetado mucho el contexto porque no había medios humanos para cambiar nada. La propia colonización está hecha por familias que entran en contacto con los nativos y se adaptan a lo que estos les ofrecen, mientras que la española la encabezan la iglesia y los militares. Hay por tanto una tradición de hacer cosas pequeñas, sin caer en la gran escala. El Marqués de Pombal quiso crear grandes palacios y el terremoto de Lisboa de 1755 acabó con todo. Es una identidad que nosotros heredamos: ser simples bajo un punto de vista muy pragmático.
¿Es esa su marca constructiva, la adaptación al entorno?
Lo que tengo claro al principio de un proyecto es que no soy dueño del territorio. No puedo hacer lo que quiero porque tiene un impacto. Tengo que pensar antes si estoy destrozando algo importante para la comunidad. Así que debo armonizar lo que yo quiero y lo que es posible y adecuado. Me lo tengo que pensar dos veces antes de hacer nada. Siza fue un gran maestro en este sentido: cuando creías que estaba todo listo, te hacía empezar de nuevo.
Tampoco le gusta repetirse
Siempre empiezo una obra por la anterior y cuando me doy cuenta de que me estoy repitiendo, paro y empiezo de nuevo. Me gusta la arquitectura como un laboratorio en el que experimentar y corregir mis propios errores.
Al comenzar su carrera, en Europa y Estados Unidos estaba de moda el postmodernismo, que suponía una revisión un tanto artificiosa del pasado y por tanto irrespetuosa con la tradición. A él no le convenció, entre otros motivos porque era la arquitectura que en cierta medida patrocinaba la dictadura de Salazar. “¡Aquí llevábamos 50 años haciendo columnas y frontones!”, comenta. Fue Mies van der Rohe su faro. La modernidad sin paliativos. Pero no sucumbió al minimalismo maximalizado: “Me cansa. Como operación higienista frente al postmodernismo tuvo sentido, pero acabó como refugio de los vagos. Con poner un techo y dos paredes no basta. Hay que trabajárselo un poco”. Se podría alegar que la aclamada capilla vaticana que hizo para la Bienal de Venecia de 2018 es minimalista. Él sin embargo lo niega: “Tiene bancos”. Una forma de decir que hay cosas que se podrían haber quitado.
Se le puede definir al menos como un artista del hormigón. Hasta el punto de que la piedra que había en el terreno sobre el que se construyó el aclamado Estadio Municipal de Braga –en el mismo lugar donde nació su padre oftalmólogo– la recicló como hormigón, un proyecto que empezó sin saber nada de fútbol pero a lo que puso remedio pasándose un mes viendo partidos en diferentes campos del país. Es su obra favorita y también la que más pesares le está causando. Ahora se encuentra en tribunales porque se ha cambiado su configuración con un aparcamiento para el que no le pidió su opinión. “Es una decisión peligrosa porque entorpece una de las vías de salida”, defiende. Entre tanto, ultima el diseño en Oporto de la nueva fábrica de la firma de ventanas Panoramah, con la que ha colaborado en diversas obras en el pasado, como el mencionado estadio, el Museo de Paula Rego y el hotel São Lourenço do Barrocal.
Viendo en su estudio la maqueta de la fábrica, se ve que incluso teniendo entre manos un edificio de este cariz, en extremo funcional, demuestra por qué es un Pritzker. Ya lo hizo en el Pabellón multiusos de Viana do Castelo o la central hidroeléctrica de la presa Foz Tua. Es un esteta consumado. No en vano, comenzó estudiando Bellas Artes y considera al artista minimalista Donald Judd otro de sus grandes referentes.
¿Se puede ser buen arquitecto si no se tiene una visión artística?
Si te obstinas en hacer una obra de arte, el resultado será un desastre. Como el escritor que se sienta frente al folio en blanco convencido de que va componer una poesía memorable. No sucederá. Que algo sea arte depende en realidad de que la comunidad reconozca que es un patrimonio valioso y lo haga suyo, nunca de tu voluntad, que es si acaso la condición de que no se produzca el arte. La Torre Eiffel era una obra de un ingeniero y no se desmanteló porque a los vecinos de París les gustó tanto que ahí se quedó.
¿Cuál es la diferencia entre un arquitecto y un ingeniero?
Los grandes arquitectos del siglo XX eran ingenieros.
¿La arquitectura no debe ser bella como una de sus máximas funciones?
Sin duda. la belleza ayuda a sentirnos mejor y resuelve muchos problemas.
¿Y ecosostenible?
La ecología es oportunista y moralista; se ha convertido en un negocio. Resulta muy complicado diferenciar lo natural de lo artificial. En el mundo en el que vivimos todo ha sido transformado; virgen quizá solo queda la Antártida. Si no te quieres mojar los pies, tienes que levantar puentes.
¿Cómo será entonces la casa del futuro?
La misma que la de hoy en día. El futuro es una ilusión. No hay mucha diferencia entre las casas mesopotámicas y las del Alentejo. Al final una vivienda se compone de muros, ventanas, parte pública y privada, y techo. Cambian los materiales y un poco el lenguaje, pero la esencia es la misma. La casa es la institución más conservadora que conozco porque está conectada con la familia”.
UN HOTEL SIN FIRMA
La obra más aplaudida de los últimos años de Souto de Mora es el hotel São Lourenço do Barrocal, en el Alentejo (Portugal), una antigua finca agrícola donde parece que prácticamente no hubo intervención alguna. Pero hay truco. “Hice muchísimo, pero no se ve. Lo reconstruí por completo pero manteniendo una atmósfera, el equilibrio entre territorio, paisaje y arquitectura existente, porque la idea de patrimonio no es solo física. Y si la gente no ha sabido distinguir entre lo que había antes y lo que hay ahora, es que lo hice bien”. Ventajas de la madurez y de estar ya consagrado: no tener que poner tu firma.
*Entrevista publicada en el mes de agosto en la revista Fuera de Serie, suplemento de los periódicos Expansión y El Mundo.
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