El naranjal de Vicente Todolí

Escrito por el 24 septiembre, 2020 § 0 comments

112-119_PORT 06_Vicente TodolíPor Txema Ybarra

Ferrán Adrià acabó por liarle. Su íntimo amigo, con el que comparte el mismo hablar precipitado, le llevó en 2010 al vivero de Perpiñán donde se surtía de cítricos para elaborar los menús de El Bulli, que vivía sus últimos meses abierto. Vicente Todolí (Palmera, 1958), que acababa de cesar como director de la Tate Modern de Londres, se preguntó en voz alta cómo era posible que, con el clima en contra –limones y naranjas se plantaban en macetas para ponerlos a cubierto en invierno–, en Francia se dedicaran a ese negocio delicatesen, mientras que en España, con todo a favor, no se comercializaran más que unas pocas variedades destinadas a las grandes superficies. A lo que el cocinero respondió: hazlo tú. Pues sabía que ese era el negocio de su familia. “Y ahí empezó todo”, rememora a finales de invierno este historiador del arte en su finca del pueblo valenciano donde nació, con el azahar empezando a inundar la atmósfera con su seductor aroma.

Pasados nueve años, la denominada fundación Todolí Citrus comienza a darse a conocer y a armar su política de visitas una vez que tiene cuerpo: la componen 400 variedades de cítricos, constituyendo la mayor colección plantada en tierra del mundo, y los árboles están ya todos maduros. Todolí, quien no tiene descendencia, los llama sus “hijos”, y desde un primero momento demuestra que es un padre orgulloso. En la entrada de la casa, rasca con una uña la piel de una bergamota, de cuyo aceite esencial surge el agua de Colonia, y la da a oler. “¿No es una maravilla?”. Pide también que distingamos el delicado perfume de un pomelo y de un gigantesco pumelo, que es el padre del anterior, además del de diferentes flores que aplasta con sus curtidos dedos. Embriagador.

Si de algo también presume es del microclima inmejorable de la La Safor, comarca que recibe el nombre de la montaña responsable de su feracidad: “Impide que pasen los vientos del norte y por tanto que haya heladas, a la vez que acumula la humedad de las nubes que vienen del mar, imponiendo la oscilación térmica adecuada. Si a eso le sumas que es tierra de aluvión y el toque salino, lo tienes todo para este tipo de cultivo. Solo en Catania, Sicilia, encuentras condiciones igual de buenas, por el volcán”. La hierba crece por doquier pues no se trata con herbicidas sino que se siega cuando empieza a competir en altura con los árboles. El miedo a que los dejen sin alimento no existe y de lo que se trata es aprovechar una sana alianza: “Esconde a los insectos que combaten las plagas. Lo contrario, abusar de productos químicos, a la larga es veneno para la tierra. Todo lo que sea biodiversidad es positivo”, asegura Todolí. Arranca una planta silvestre del suelo y nos da a comer su tallo. Es la oxalis o vinagrera, y tiene un sabor muy ácido, como el de los vecinos limones. A él y a sus hermanos les encantaba cogerla de pequeños.

Antes de todo nos ha plantado un mapa con la taxonomía de los cítricos, no nos vayamos a perder a lo largo del recorrido por su particular jardín. Los frutos, explica, proceden de cuatro variedades originales: el Citrus medica o cidra, traída a Europa vía Alejandro Magno; el Citrus maxima, que introdujeron los árabes en el siglo IX; el Citrus reticulata, y el Citrus micrantha. Nacieron hace 9.000 entre China, India y Birmania, y de la fecundación entre ellas surge todo lo que conocemos hoy. “No hay fruto más promiscuo”, añade Todolí divertido. “Muta de forma espontánea”. La famosa naranja dulce de Valencia, por ejemplo, es descendiente de las tres primeras y aclara que no se empieza a producir de forma masiva en la zona hasta finales del siglo XIX, después de que los portugueses la dieran a conocer en nuestro continente. Las anécdotas eruditas se suceden en su boca.

Precisamente, estudiar la historia de los cítricos es una de las misiones de la fundación. Así redescubren diferentes usos que tuvieron en la cocina. “Estamos a la caza de recetas en viejos libros, que aglutinamos por países. Con la naranja amarga se cocinaba de forma habitual en la Edad Media y al sur de Nápoles y en Sicilia perviven como ingredientes de muchos platos deliciosos. Y no digamos en Asia. Sorprende que con toda la tradición y el potencial de este tipo de plantación que hay en España se les ignoren tanto. Lo máximo ha sido poner limón en la paella”. Y al gintonic. Para trata de revertir esta situación, invita a chefs al laboratorio de la fundación para que prueben sus propias fórmulas. Ya se han dejado caer por aquí el valenciano Ricard Camarena, el cordobés Paco Morales, que reinterpreta la tradición gastronómica andalusí en su restaurante Noor, o el francés Michel Troisgos, así como investigadores y gente interesada de Japón y del norte de Europa; de nuestro país admite que llegan menos peticiones.

Gracias a un convenio con el Instituto Valenciano de Investigaciones Agrarias, uno de los grandes especialistas en cítricos del mundo, intercambian la información del banco de germoplasma de ambas instituciones, y entre tanto, Todolí y Adriá, buscan como encajar la fundación del primero en la del segundo y viceversa. Trasteando junto a su equipo de cuatro personas, todos de Palmera, han visto cómo reviven en injertos variedades que se creían extinguidas o han comprobado el exquisito sabor del albeldo, la parte blanca de la piel de los cítricos. A Todolí le gustaría que se invirtiera más en investigación botánica: “Es fundamental y para eso los ingenieros agrícolas se tienen que implicar. En España saben mucho sobre las variedades comerciales pero ya. Es como si yo solo supiera de arte contemporáneo e ignorara el arte rupestre y a Bernini. La formación tiene que ser completa”.

Una de sus grandes banderas es la de plantear alternativas de mercado a un cultivo cuyos precios en origen se encuentran en caída libre. Este ha sido un año agrícola nefasto. Las naranjas en España se han quedado sin recoger de los árboles debido a una tormenta perfecta en la que han confluido la importación de variedades de fuera de Europa –sobre todo de Sudáfrica–, las suaves temperaturas de este invierno y la sobreproducción. A todo ello hay que sumar una estructura de negocio en el que la distribución se lleva todo el margen: el diferencial de precios en origen y destino para la naranja ha alcanzado el 1.125%, el más alto en una década. Para los limones, la cifra supera el 900%, máximo desde que hay datos. Así, los agricultores apenas recibieron en febrero una media de 12 céntimos por cada kilo, frente al euro y pico que los consumidores pagaron en el súper.

“La microproducción para nichos como la alta cocina puede ser una solución y demostraría que la biodiversidad es rentable. Pero cuidado con producir a lo grande, que te cargas el mercado, como pasa siempre”, advierte Todolí. “En todo caso, hay que huir de falsos romanticismos. El futuro del campo está en dar calidad”. Pone de ejemplo el caso de las manos de buda. Como aquí no se producen y se piden desde el mundo de la coctelería, donde su corteza goza de mucho éxito, llegan de Estados Unidos a un precio muy alto. “¿Por qué no la producimos en España?”

Los frutos de esta variedad de cidra están fragmentados en secciones parecidas a dedos, lo que le convierte, además, en una de las más preciadas entre los coleccionistas de rarezas cítricas, una afición que pusieron de moda los Medici y que a Todolí le apasiona por igual. “Gustaba lo grotesco, lo raro, lo diferente. Como un gabinete de maravillas pero al natural”. El nexo entre naturaleza, arte y espiritualidad es otra de sus motivaciones. Como brillante plasmación de esta forma de mirar a la tierra, alude a los cuadros que Cosimo III encargó al pintor manierista Bartolomeo Bimbi para documentar la inmensa colección de cítricos de la familia toscana en Villa di Castello. También hace referencia como modelo de su particular visión hortícola al jardín cerrado de cítricos que plantaban los árabes: “Como apelaba a todos los sentidos, lo consideran el lugar más cercano al paraíso en la tierra”.

Cítricos en la sangre

El terreno estaba abonado para que surgiera esta fundación y, como en toda historia que se precie, primero hubo que renunciar a las raíces. “Palmera era conocido como el pueblo de los podadores y trabajaban para mi abuelo, que inventó un nuevo tipo de poda comercial para que los árboles produjeran más. Yo no la sigo porque quiero que los árboles se expresen. Mi padre heredó el negocio y lo extendió a otros frutales. Fue él quien compró esta finca porque consideraba que tenía la altitud perfecta para plantar cítricos”, cuenta Todolí. “Cuando éramos jóvenes nos levantaba a mí y a mis hermanos el sábado a las seis de la mañana, después de la juerga, para llevarnos al campo con su equipo. Como no sabíamos hacer nada, nos correspondía el trabajo más duro: arábamos la tierra para quitar la mala hierba. Nos pagaba, eso sí, y cuando había oportunidad, nos decía: si no queréis estudiar, siempre os espera esto. Todos estudiamos”. Él “huyó” a Valencia y el siguiente salto fue a Estados Unidos, donde cursó estudios de postgrado en la Universidad de Yale para posteriormente graduarse en Historia de Arte Moderno en Nueva York, donde trabajó en el museo Whithney. “Quise ser el más urbanita de todos”.

La reconexión llegó de paseo por la montaña de Alicante, cuando había vuelto a Valencia para trabajar en el IVAM. Encontró una finca abandonada en la Vall de Gallinera y la compró para plantar almendros y olivos. “Decidí hacer aceite [Tot Oli] para obligarme a cuidar la tierra. Necesitas un objetivo. Lo que no hice fue convertirme en ermitaño, como se dijo en algún medio”, comenta. Restauró la casa de piedra, que sigue sin electricidad, y cuando puede se escapa a dormir dos o tres días para “limpiar”. Al trasladarse a Oporto en 1996 como director del Museo Serralves plantó un jardín de palmeras en la casa de su padre, la actual sede de la fundación. Son 17 y están en el frente, junto a un horno de leña, un seto de mirto y una exótica chorisia, árbol de origen sudamericano emparentado con el baobab. Ahora compiten por el amor de Todolí con un seto de chinottos, fruto con el aspecto de una mandarina. “Era la estrella de la pastelería francesa en los siglos XVII y XVIII junto al marrón glacé. Su árbol es como el cerdo, se aprovecha todo de él: la hoja es digestiva, la flor, sedante, y el fruto, hepático. En los bares de París lo toman con azúcar para regenerar el hígado”. Dice que lo prefiere al mirto porque es “productivo”.

En esa casa, su padre fue plantando alguna variedad pero el detonante de la colección actual es un arbolito que su hijo se trajo de la isla de Ischia, frente a Nápoles: “Me encantó sin saber lo que era. Una cidra, me dijeron, que tiene una fruta muy amarga pero cuya corteza se aprecia mucho en Italia para elaborar dulces. Lo podé como pude para que entrara en una maleta inmensa que compré en ese momento y me lo traje”. A partir de ese momento surgió el interés de investigar en profundidad sobre los cítricos, aunque es probable que todo se hubiese quedado en una mera afición sino fuera por otro factor que entró en juego: un plan urbanístico. Por delante de la casa familiar, desde donde mira al Mediterráneo al fondo, estaba previsto construir casas y carreteras. Y el salió en defensa del paisaje de su niñez.

“El plan era horrendo. Me fui a ver al alcalde y le propuse crear una reserva natural de cítricos si lo paraba, ampliando los terrenos hasta cuatro hectáreas; yo tenía una, que era mucho, pues es una tierra carísima. Fui a muerte y en seis meses compré a 18 vecinos”, recuerda. Una mancha sin plantar y vallada que se ve en una esquina se mantiene en manos de uno que prefirió no vender. “Incluso me ofreció adquirir mis terrenos. ¿Para qué, para dejarlos abandonados como lo que tiene ahora? Cosas de los pueblos que no se entienden”, se queja. Lo demás es pura exuberancia mediterránea, un pequeño parque donde ha aprovechado las acequias en desuso como estanque para la recuperación de fauna piscícola como el pececillo samaruc, endémico de la península Ibérica. Igual ha hecho con los antiguos pozos: en el que se sitúa junto a las variedades de cítricos chinos tiene carpas doradas; junto a los japoneses, kois. “En Japón es donde mejor cuidan los cítricos, los consideran regalos de los dioses”, comenta.

Tiene también una huerta creciendo entre medias con habas, guisantes y lechugas en ese momento. Hay nísperos y plantas de cardo originales, así como gallinas de origen local en peligro de extinción, otras de origen catalán y, en una réplica en menor escala del icónico London Zoo Aviary de Cedric Price, están los pichones. “Con gallinas y pichones mi abuela hacia un caldo para hacer el arroz meloso increíble y súper sano, sin grasa”, revela Todolí, quien ha montado todo esto poniéndolo al cien por cien de su bolsillo. No deja de ser su afición, porque su trabajo actual es de director artístico para la colección Pirelli Hangar Bicocca, con sede en Milán, además de ser presidente del consejo asesor de la fundación Botín y asesor del centro de arte valenciano Bombas Gens y de la colección Inelcom, en Pozuelo de Alarcón (Madrid). Está obligado por lo tanto a viajar por todo el mundo, pero sus hijos son sus hijos, y quiere que el proyecto sea viable. Por eso le dedica todo el tiempo libre que tiene disponible. Los frutos, de momento, no los puede vender, pero sí las mermeladas hechas con ellos, que elabora una chica argentina asentada en la zona que se formó en pastelería en Francia. De un grupo de empresarios locales del ramo está esperando una donación y quiere empezar a gestionar las visitas para rentabilizarlas con recorridos guiados y catas. Su labor filantrópica es onerosa, pero visto el entusiasmo con el que abre las puertas de su fundación, queda claro que al menos el apartado emocional ya está del todo rentabilizado. “Aquí tengo mi paraíso. La ciudad para mí hoy es trabajo”, resume.

 

*Reportaje publicado en el número 6 de la revista Port.

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