Hierro Viento Agua

Escrito por el 17 marzo, 2022 § 0 comments

Por Txema Ybarra

El escenario no podía ser más dramático para una serie en torno a un asesinato, ‘Hierro’, uno de los estrenos más aplaudidos de la televisión española reciente. La base de operaciones del principal sospechoso –interpretado de forma magistral por el actor argentino Darío Grandinetti– es un inmenso invernadero de plataneras sobre un campo de lava al final de un acantilado teñido de rojo y negro, cuyo pronunciado descenso por carretera consigue que se te taponen los oídos por el cambio de presión. Allí nos aguarda una historia de suspense pero sin ficción. El director de este negocio agrícola, Luis Cabrera, le tiene muy preocupado que este año casi no haya caído agua y, si no llega a través de las filtraciones en la montaña, el mar entrará en el acuífero del que se alimentan para regar, una invasión que resultaría irreversible. Por eso mide a cada rato su grado de mineralización; funciona como una alarma.

Nacido en Madrid y de origen palmeño, vive con lo justo cuando le toca pasar unos días en la denominada Finca Experimental Mar de las Calmas. “Al fin tengo lavadora”, comenta este antiguo analista financiero mientras enseña al barracón donde guardan la maquinaria de extracción y se encuentra el cuarto donde duerme. Pero las estrecheces y las dificultades innatas al territorio le compensan: “Aquí ves el resultado de tu trabajo y esto sí que es sostenible”. Porque la isla ha obligado históricamente a hacer de la necesidad virtud. Su padre, Manuel Cabrera, fue el visionario: estaba convencido de que en las entrañas del acantilado había agua, la única fuente disponible para sacar adelante el invernadero. Fueron necesarios 15 años horadando túneles con ayuda de un burro para dar con ella y, entre tanto, hizo una plantación masiva de pinos en el entorno con la esperanza de que sus ramas recogieran el agua que trae la bruma de los vientos alisios y rellenaran el acuífero.

“Creía que antaño esta parte de la isla, la más aislada, estaba cubierta de árboles, pero como eran su única fuente de energía, los lugareños los talaron. Como en Rapa Nui”, cuenta Luis, quien habla de su progenitor como una persona de voluntad portentosa. Solo su currículo académico asombra: fue ingeniero de minas, licenciado en Ciencias Políticas y economista del estado por oposición. “La guerra que daba”, deja caer con una sonrisa socarrona. Él heredó su espíritu combativo y, como buen empresario, pone en entredicho el modelo de financiación pública a través de los precios de la energía de la otra gran protagonista de la isla en estos momentos, la central hidroeólica de Gorona del Viento, que pretende sustituir gasoil por agua y viento como forma de que la isla se ponga en movimiento.

La gestión de los recursos es un tema tan serio en esta isla que ha propiciado que una leyenda vinculada al consumo de agua luzca en su escudo. Es la del mítico árbol Garoé, tema central del mismo, que también captaba la bruma de los alisios con sus ramas. A falta de ríos, los pozos que se creaban en las inmediaciones eran la única fuente para beber y por eso la corona de Castilla lo taló durante el ataque final a los aborígenes bimbaches en su campaña por conquistar El Hierro en el siglo XV. Yéndonos a la historia reciente, a mediados del siglo pasado se produjo una emigración masiva a raíz de una persistente sequía. Muchos se marcharon a Venezuela y hoy vuelven sus hijos y nietos ante el ahogo económico y de libertades que sufren en el país sudamericano. Algunos con ese origen trabajan hoy en la plantación de Luis, pero aguantan poco, pues la sensación de aislamiento del lugar y trabajar en un invernadero sofoca.

En la vecina cala de Tacorón, la zona de baños con las aguas más cálidas del archipiélago canario, charlamos con Jondy Ortiz, quien ha llegado hasta este entorno rocoso desde Lanzarote, vía ferry, conduciendo un coche híbrido de marca Mitsubishi. Orgulloso de su herencia aborigen, obtenida a través de un estudio voluntario de ADN, se encuentra en la isla precisamente para desarrollar una empresa de recogida de agua por condensación sobre la que prefiere no hablar mucho por su estado embrionario. La isla le parece como de otro planeta. También nos encontramos por casualidad, ladera arriba, a Omar y Ruimán. Jóvenes, fuertes y despreocupados, que se han traído su desvencijado camión hasta la zona de El Julán para cargarlo de las hojas puntiagudas de los pinos, que sirven para cubrir los pasillos de los invernaderos e impedir que crezcan malas hierbas, así como de abono al mezclarlas con los excrementos del ganado. Hace unos años cultivaron verdura ecológica, pero “no daba”. También trabajaron en un cultivo de la piña tropical y ahora son, digamos, ‘free-lance’. Preguntados por la nueva central de Garona del Viento, se limitan a decir: “Eso es muy bueno”. La serie la han visto y les ha encantado por lo bien que refleja particularidades como que todos se conozcan entre ellos. Les pasa a muchos otros. 

En la zona donde coincidimos los incendios son cíclicos, marcados en negro en el tronco de los árboles, que rebrotan como de milagro tras la llamarada. Así que poco más se puede pedir que crezca en esta tierra oscura. En el camino nos hemos cruzados con un retén de bomberos forestales que patrulla la zona sin cesar y en los márgenes vemos alzarse de tanto en tanto los letreros que tan bien señalizan los senderos que atraviesan la isla. Recorren en gran parte las calzadas de piedra seca que transitaron los herreños hasta hace pocas décadas para acometer sus labores en el campo. Uno llevaba hasta el faro de Orchilla, que marca el antiguo meridiano 0, desplazado en 1884 hacia Greenwich. Otros conducen hasta vertiginosos miradores en los que la vista se pierde irremediablemente en el Atlántico.

Seguimos metidos entre árboles hasta alcanzar El Pinar, donde surgen huertas, casas desperdigadas y frutales. La carnicería la regentan Paco Hernández y Nancy Acosta, cuyos ojos azules quizá hayan heredado de aquellos gallegos y normandos que sustituyeron a la población original bimbache. A la Península solo han viajado en tres ocasiones: para conocer Madrid, la Expo de Zaragoza y, por motivos de trabajo, Zamora, donde él siempre tenía la sensación de que, detrás de cada monte, estaría el mar, como le ocurre en su isla. Si no han viajado mucho es en gran medida por sus vacas, a las que le dedican los siete días de la semana. Desde hace más de 10 años exhiben certificado ecológico, por el que no tuvieron que hacer prácticamente nada. Siempre les han dado el forraje que ellos siembran –centeno, trigo, cebada, chila– y ningún aditivo, si acaso un buen suplemento de flores silvestres como el diente de león. Ellos son otro ejemplo de como El Hierro ha sido sostenible por necesidad. “Traer cualquier cosa sale muy caro; somos la oveja negra del archipiélago, los últimos de la cola”, aduce Nancy quejumbrosa, quien también sabe reconocer la alegría que da que el agua salga del grifo sin interrupción gracias a la desalinizadora.

La siguiente parada es el puerto de La Restinga tras otro vertiginoso descenso atravesando el paisaje volcánico de la isla. Aparcamos en el muelle, a donde acaba de arribar Alexis González con las capturas del día: algunos petos y viejas. Junto a los compañeros de la cofradía de pescadores promovieron la conversión del litoral suroeste de El Hierro en un espacio vedado para otras artes que no fueran las artesanales. Con un moreno curtido por las largas jornadas en la mar y sin quitarse las gafas de sol, sonríe hablando de cómo les han ido las cosas a raíz de esa decisión. Lo mismo ha ayudado a que no haya sobreexplotación pesquera como a convertir esta costa –el mar de las Calmas–, en el principal destino de buceo de las Canarias. Su rica población marina, las temperaturas casi tropicales  y sus grutas y extraplomos hacen de la inmersión un deleite para los amantes de la vida bajo el agua.

El turismo en El Hierro también es sostenible. César Espinosa, director de la Reserva de la Biosfera –reconocimiento otorgado a la isla por la Unesco en el año 2000–, da una razón de peso: “Cuando comenzó a desarrollarse la red canaria de transportes no teníamos capacidad para tener un aeropuerto internacional y atraer a touroperadores, y eso evitó que nos cargáramos este paraíso. Ahora sabemos lo que queremos, el modelo está desarrollado y nos gustaría que viniera más gente”. Para el que consigue llegar, volando hasta Tenerife y luego cogiendo otro avión o el ferry, esta incomunicación geográfica se agradece especialmente porque brinda verdadero sosiego. Es admirable, además, el amor por lo propio de la población herreña. Las humildes casas se ven recién pintadas, todo está limpio y se cuida de que haya plantas y flores en los lugares públicos. Y como presume Espinosa, no hace falta cerrar con llave el coche porque nadie te va a robar.

Los turistas consisten sobre todo en alemanes que disfrutan con los senderos que suben y bajan sin tiempo para el respiro, los amantes del buceo y los “despistados”, como lo fueron en su momento los creadores de ‘Hierro’, Pepe y Jorge Coira, a quienes subyugó la sensación de estar en el fin del mundo. “Para Tolomeo era el último lugar conocido de la tierra. No había nada más allá”, cuenta el segundo. Su gran acierto en la serie fue convertir a la isla en uno de sus protagonistas principales. Porque sin duda es parte indispensable de la trama. Con su marcada presencia, creando atmósferas e imponiendo contingencias, actúa como una suerte de demiurgo: el destino de los personajes de la trama depende de la relación que quieran tener con ella.

No obstante, garantizamos que el clima opresivo que se respira en la serie – cuyo éxito ha propiciado una segunda temporada– es pura ficción. Aunque es pequeña en el mapa, su elevada altitud (1.500 metros en su punto más alto) y su radical corte por la mitad en forma de media luna garantizan infinidad de asombrosos paisajes; en un día no se ve. De 268 kilómetros cuadrados de superficie, en su lado occidental encontramos los acantilados de tipo “malpaís” cubiertos de tabaiba dulce, que se mascaba para calmar la sed, y las sabinas que surgen entre las rocas en fantasmagórico escorzo por acción del viento; mirando al norte, los bosques de laurisilva de intenso verde que se despeñan sobre El Golfo y, en las cumbres, prados delimitados por chumberas.

Si hay alguien orgulloso de esta isla es su antiguo presidente del Cabildo, Tomás Padrón, ya jubilado. Nos recibe en su casa frente al mar, del lado norte, en lo que llama con guasa “La Moraleja de Valverde”, en relación a la “capital” de esta isla donde son más de 10.000 los habitantes censados pero menos los que en realidad viven en ella. La comparación es divertida por disparatada. En Echedo, como así se llama el lugar, triunfa la casa baja, discreta. Alguna está construida con la roca volcánica local, que consigue que se mimeticen con el paisaje. La suya es de las más prominentes, haciendo justicia a su papel en la historia reciente de la isla. Él es el principal promotor de la central de Gorona del Viento, el presente y el futuro de la isla, y cuya razón de ser la encontramos en su infancia. De pequeño veía a los vecinos de El Pinar, de donde es oriundo, hacer cola frente a la fuente del pueblo y a los camiones repartir agua cuando las nubes pasaban sin dejar lluvia más tiempo del previsto. “Éramos excesivamente dependientes de todo. Hasta los 70 era posible morirte de tétanos o por un apendicitis”.

Nacido en el seno de la familia que con su motor de gasoil hacía posible que se iluminaran las calles –además de tener carpintería y fábrica de gofio–, estudió ingeniería técnica industrial en Gran Canaria y se hizo delegado en El Hierro de Unelco, la empresa que desplegó el tendido eléctrico en la isla, absorbida por Endesa en los 80. Fue siempre su empleador. “Por mi actividad pública nunca cobré nada”, aclara. En esa década se montó una división de energía renovables de carácter experimental en la que él participó y donde ya se plantea explotar las energías eólica e hidráulica para dejar de depender del gasoil, traído periódicamente en barco. Al de año y medio, sin embargo, se desmantela por falta de fondos. No así el ánimo para seguir adelante con la idea por parte de Tomás, cuya elección como presidente del Cabildo poco tiempo después hará que al menos le empiecen a escuchar.

“Pero costó. En las Canarias también hay centralismo y lo que importaba entonces era el desarrollo turístico en las grandes islas. Nosotros, por falta de recursos, seguíamos centrados en el sector primario: agricultura, ganadería y pesca”, cuenta junto a las vides de la tradicional uva vijariego que ha plantado junto a dos amigos para hacer vino. En retrospectiva piensa que fue lo mejor: “Es un modelo que destroza el territorio y tampoco deja gran rentabilidad; el dinero se va fuera, a los touroperadores. Yo aquí prefiero que no crezca más”. El viento para el proyecto de la central hidroeólica se puso de cara en 2001 cuando consigue que les reciba en Bruselas la comisaria de energía de entonces, la española Loyola de Palacios. “Nos da dos millones de euros para seguir con los trabajos y eso hace que se empiecen a plantear como factibles otras subvenciones de mayor cuantía”. Con el Cabildo ya como su promotor.

En junio de 2015 comienza a funcionar, con ellos reteniendo una participación del 65%, Endesa del 23% y el Instituto Tecnológico de Canarias y el gobierno del archipiélago repartiéndose el porcentaje restante. Cuando sopla el aire, los cinco molinos del parque eólico aprovechan la energía transformada para bombear agua hasta una balsa instalada en un cráter extinguido, de forma que si se impone la calma chicha, el agua se suelta 700 metros cuesta abajo por una tubería a fin de seguir produciendo energía, tanto para alumbrar calles y encender ordenadores como para mantener en funcionamiento las plantas desalinizadoras. Se intenta que el uso de la central térmica sea residual, aunque de momento hay que contentarse con la proporción de 60-40 a favor de las energías renovables que se consiguió en 2018. Eso supuso, según fuentes de la central, un ahorro de 7.400 toneladas de diésel (con un coste de 2 millones de euros), que se dejaran de emitir a la atmósfera 22.220 toneladas de CO2 (que equivale al que podría fijar un bosque de 13.000 hectáreas) y un beneficio de 1,9 millones euros que se revirtieron en programas de fomento del vehículo eléctrico en El Hierro. Para llegar al cien por cien se estudian ahora sistemas para explotar la energía de las olas y de los rayos del sol. “Es un fantástico laboratorio de investigación”, expone Tomás, y desde luego un empeño aleccionador para todo el mundo, sobre todo para las miles de islas desperdigadas en los océanos aisladas y faltas de recursos. Turistas no llegarán muchos pero a isleños de ojos rasgados provenientes del Pacífico sí que se han visto preguntando por Gorona del Viento. La serie es el otro inesperado reclamo y esperamos que las artes la sigan teniendo en cuenta como set fuera de lo común.

Reportaje publicado en el (desgraciadamente) último número de la revista Port

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