Este año, el aeropuerto de Hong Kong fue elegido el primero del mundo. Parece que solo por darle emoción al previsible palmarés. Desde el 2001 el aeropuerto de Singapur, Changi, va saltando entre las tres primeras plazas.
No es el más bonito -su famosa moqueta es atroz y lo mismo deben pensar los ácaros- pero sí de los más eficientes. El tiempo que pasa desde que desembarcas hasta que un empleado te ayuda con tus maletas en la aduana es tan corto que apenas tienes tiempo de disfrutar de las máquinas de masaje. En las terminales de salidas hay además varios jardines temáticos, una zona de entretenimiento, un área infantil, ordenadores con acceso a internet, cargadores para tu teléfono y la posibilidad de hacer un pequeño recorrido turístico por la ciudad. Eso por hablar solo de las cortesías (la palabra «gratis» suena a veces tan fea), los duty free son realmente baratos. Es aquí donde debes aprovisionarte de colágeno suizo. Y quizá en la ultrafrancesa AgnesB encuentres algo que estrenar en la piscina de la terminal 1.
La carrera por ser un centro de conexiones asiático es seria. Al otro lado del control una encuestadora te pregunta si el funcionario te atendió con una sonrisa. Probablemente el que selló mi pasaporte fue relegado a un campo de trabajo solo porque tenía un mal día.
Nunca había reparado en cómo los aeropuertos cambian la experiencia de viaje, experimentado cuánto determinan esas horas que pasas pendiente del monitor de salidas. A apenas unas horas de vuelo -del país menos corrupto en Asia al más, para seguir hablando en rakings- está el aeropuerto de Denpasar en Bali (en la foto). Aquí es difícil escapar a la diabólica combinación de megafonía (con insistencia en el mega) e incienso, pero también hay un rinconcito para cargar tu iPad.
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